Erase que éramos todos iguales, hombre mujer, sin diferencias sociales, económicas ni políticas.
No había fuerza, ni poder ni autoridad. Solo Dios era superior a los iguales que él mismo creó en la tierra.
No había culto al yo. Solo Adam y Eva, después los hijos, y la debilidad del pecado nos manchó a todos. Pero Dios no nos abandonó. No dio raciocinio, libertad de pensamiento y de desarrollo del talento y nuestras aptitudes.
Entonces el humano vio que era diferente de los demás animales, de todos los seres animados e inanimados, comprendió que era especial.
Pero debilidades muchas descubrió el ser humano, como la envidia, el afán de lucro y de poder, la competencia, la traición y el supremo defecto de insuflar el yo.
Yo soy el poder, yo soy superior, yo soy más que tú y que aquel. Y de nacer desarropados, descalzos y sin instrumentos de magnificación del yo, comenzó a volar en el globo, y desde lo alto, camino a las alturas de Dios, hizo retumbar el yo, con un micrófono unidireccional, con bocinas enormes, cobertura total a todo público, y del humilde desarropado que creó Dios en la tierra, pasó a tentar el cielo, a creerse la competencia de Dios, y el yoyo de todos los hombres y las mujeres que dejó clavadas en el suelo.
José Ingenieros quiso darle explicación al fenómeno de evolución y desarrollo de las aptitudes y las limitaciones humanas.
Nos clasificó entre imbéciles, mediocres y superiores, pero dejó fuera de la clasificación al hombre yoyo. Al que con su cultura quiso separarse de todos los hombres y las mujeres, e imponerse a los más altos decibeles replicando el yoyo, haciendo ver desde todos los contornos de la tierra, y escucharse entre todos los de cualidad auditiva, el yoyo, el yoyo, el yoyo imbécil que se creyó superior a todos sus iguales.
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